Parroquia De San Laureano

Es la ermita más antigua construida en Tunja en 1566. El Cabildo de Tunja ordenó la construcción de una capilla posa a la orilla del camino que conducía de Tunja a Santafé. El Arzobispo Luis Zapata de Cárdenas la bendijo en 1574.

En 1635 fue entregada a los religiosos Agustinos Recoletos, quienes estuvieron allí hasta mediados del Siglo XIX.  El Templo es el característico de la época colonial; de una sola nave y muros de tapia pisada. En la fachada se distinguen dos espadañas de factura colonial. En la iglesia se encuentra el cuadro de San Bartolomé; asimismo, un cuadro de San Laureano. El cuadro de la Predicación de San Francisco fue pintado por el artista Alonso Fernández de Heredia en 1682. También es bello el cuadro del Santo Ecce Homo con marco en talla de madera dorada con decoración especial manierista. En la parroquia de San Laureano se realiza la romería a San Bartolomé, el último domingo de agosto, con gran participación del pueblo tunjano.

Historia

A finales del siglo XIX San Laureano a pesar de no ser alta ni tener una gran torre dominaba sin embargo los alrededores donde solo había casitas de un piso. Hasta hacía muy poco la iglesia-ermita aparecía enclavada sobre un pequeño altozano al que se accedía por caminos serpenteantes en medio de una abrupta topografía.

Pero las traíllas de presos que hizo traer el gobernador habían aplanado los barrancos vecinos sepultando las cañadas arcillosas que rodeaban la iglesia porque el Concejo Municipal había planeado hacer allí un parque delante del paredón de los mártires de la independencia. Los golpes de los picos no respetaron las formas caprichosas que erizaban los barrancos ni las agujas silicadas que por siglos apuntaron al cielo. En confuso desorden rodaron para hacer montón cabezas de gigantes, torres almenadas, lomos de animales fantásticos, arcadas y cráteres, vírgenes y lobos, falos y cálices, muelas y dedos, rinocerontes y tucanes tallados en profusión abigarrada al capricho de la imaginación del agua y del viento.

Aplanaron dos superficies vecinas y también ahora la parroquia podía alardear de tener su propia plazuela rodeada de casitas. Tres incipientes eucaliptos y dos acacias daban al lugarejo ínfulas de parque en el que campeaba un gallo insolente que con aires de gran señor ejercía su imperio sobre el modesto grupo de gallinas que alguna vecina sacaba de casa cada mañana.

Por delante del paredón donde fueron fusilados los próceres en 1816 había un camino sobre el que a golpes de pico y pala los presos habían esbozado la calle que llegaba hasta donde estaba el puente colonial que en los siglos anteriores marcaba el comienzo de la ciudad por la parte sur luego de entubar el arroyito que bajaba de los cerros por entre los barrancos. Se habían cansado de reparar el viejo puente construido siglos atrás en los primeros años de la colonia y los últimos bloques de piedra cayeron finalmente para formar un triste monumento al abandono.

El esbozo de calle que venía paralela al Paredón de los Mártires de la independencia llegaba hasta el puente destruido. Con dudoso sentimiento patrio el visitante contemplaba desde ese lugar el ruinoso muro de tapia pisada testigo de los lejanos fusilamientos ahora cubierto por un precario entejado muy próximo ya a ser escombro. Frente a él los incansables presos habían construido una explanada después de descapotar barrancos según el proyecto que en arrebato patriótico había concebido el Concejo Municipal para construir un parque, para terminan convirtiéndose en el Bosque de la República, una hectárea de barrancos en donde se plantaron árboles, se hicieron jardines y se construyó un opoco central para patos, todo rodeado por una valla de hierro forjada con los cañones de los fusiles que se utuilizaron en la batalla del Puente de Byacá, y que en su costado norte tiene la vidriera techada que protege el viejo paredón delante del cual aparecen las estatuas de los próceres allí fusilados.

Texto de: Antonio Gómez. 

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